Algo tendrán que aprender algunos. Supongo.(1)
La noche había caído con intensidad. Las luces de las farolas habían convertido la noche en día y las sombras, a medida que avanzaba, variaban su proyección en el suelo o la pared. Atravesé la calle principal de la población y me dirigí subiendo las escaleras hacia el pasaje aéreo del palacio episcopal.
Lo atravesé por la
parte inferior y me dirigí hacia la plaza del Museo que había visitado durante
la tarde con una magnífica visitada guiada e interpretada. Las calles eran
estrechas, a cual más, hasta llegar a la propia plazoleta que era algo más que
un ensanche ampliado de una calle. Miré la fachada y subí hacia la siguiente
plaza que apenas distaba veinte metros de esta última por una especie de bocana
que se habría hacia el cielo y dejaba entrever el castillo situado en las
alturas inmediatas.
Bebí un trago del
chorrito permanente que fluye de la pequeña fuente situada en el centro de la
misma plaza. Al fondo y justo al lado de
la verja que da paso a la Alameda cinco o seis personas, de avanzada edad,
charlaban alegremente aprovechando la fresca de una noche tras la cual
anunciaban, lo meteorólogos de nuestras televisiones, unas temperaturas muy
elevadas para mañana, pero para ellos no había más mañana que aprovechar el
momento.
Les saludé, buenas
noches, y contestaron al unísono con las mismas palabras que yo les había
dicho. El empedrado de la calle se convirtió en un piso de tierra y las paredes
de las casas se transformaron en un bosque de troncos mientras la visión del
cielo oscuro y las estrellas se convirtió en un entoldado de ramas y hojas de
pino.
Avancé. Me adentre en
el amplio paseo hacia algún lugar que desconocía. Unos niños jugaban en unos
juegos para ellos. Unos adolescentes tonteaban sentados en un columpio mientras
compartían cosas a través del móvil con sus amigos. Una persona mayor hacía
gimnasia en unos aparatos dedicados a la gimnasia para mayores y una señora
paseaba su perro, cada uno a su aire y con el perro haciendo caso omiso a lo
que su dueña le ordenaba.
Llegué al final del
paseo de tierra. Tenía dos opciones, seguir hacia el castillo, estaba iluminado
y la pendiente no era muy pronunciaba, o seguir callejeando hacia el hotel en
el que me alojaba, tomé esta última decisión y me adentré hacia unas calles muy
estrechas, Algunos vecinos tomaban la fresca mientras sus hijos jugaban con la Tablet.
Los gatos, a decenas
los encontré, en su mayoría ni se inmutaban a mi paso, simplemente observaban
mi discurrir callejero y yo pensaba lo bien que esta población lo estaba
haciendo en el plano patrimonial y turístico. Mientras regresaba pensaba en mi
pueblo, o uno de ellos, sobre las muchas posibilidades que tiene y lo
desaprovechadas que están. Esta ciudad es Burriana y en la que me encuentro
Segorbe. Algo tendrán que aprender algunos. Supongo.
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