Por fin en casa. De València a Palencia y viceversa en cinco artículos escritos en el tren
Estación Clara Campoamor. Apenas ha subido gente. Las
puertas se cierran y quedamos atrapados en nuestro coche, sigue siendo el
número nueve. De entre los que continúan está la señora que tenía al niño
durmiendo sobre sus piernas que continúa durmiendo y una señora que en cuanto
ha visto que se cerraban las puertas se ha sentado. Estaría, probablemente
estirando las piernas.
De entre quienes han entrado tres personas, dos hombres y
una mujer se han sentado en el lugar de los que comían cacahuetes. Su aspecto
es bien diferente, mientras uno viste una chaquetón, tres cuartos, de invierno
a cuadritos blancos y marrón, el otro lleva una sudadera entre rojiza y naranja
y calza zapatillas deportivas mientras el otro utiliza calzado de piel. La chica
ha dejado sus pertenencias y se ha largado directamente al bar.
La maleta amarilla continúa sobre mi cabeza mientras
atravesamos Madrid como los topos. Los dos jóvenes se levantan y se van,
también, a la cafetería. Salimos de las entrañas de la tierra justo en el
momento en que viene la chica pertrechada con una bolsa que pone “el café del
tren” y en cuyo interior se ubica una botella de agua y un bocadillo que se
apresta a devorar.
Va vestida con una chaqueta roja y lleva el pelo largo,
parece ser que siempre me toca cerca alguna mujer de rojo. Por cierto el que
iba delante se ha bajado sin decir adiós y después de parpadear un poco al
escuchar el nombre de la próxima estación.
Le deseo buen provecho a la chica de la chaqueta roja. Me
contesta y sonríe. Sus compañeros continúan en el bar mientras ella continúa
comiendo sin parar el bocata y una bolsa de patatas fritas.
El termómetro del tren marca diecinueve grados en el
exterior. Si tenemos en cuenta que a las diez de la mañana en Valladolid había
tres grados, puedo considerar que la mejoría es sustancial. Veremos la que hace
en Valencia a las siete y media de la tarde a la llegada del tren.
Así como en el viaje de ida había quien leía un libro y
veía películas en los móviles, en esta ocasión nadie lee libros ni mira los teléfonos
más que esporádicamente, al menos al alcance de mi vista.
Voy en orientación contraria al sentido del tren y por
las ventas veo, a mi izquierda algunas nubes que, todavía dejan pasar la luz
del sol, mientras que a mi derecha el cielo está más despejado y su color
continúa siendo el verde manchego del mismo trigo que se siembra y cosecha en
la meseta norte.
Entra una revisora en el vagón, lleva melenita y el
uniforme con esas rayitas típicas de Renfe justo en ese momento nos cruzamos
con otro tren y ese breve movimiento le hace desequilibrarse un poco, a todos
nos ha pillado por sorpresa y a ella al estar de pie aún más.
Llegan los compañeros de la chica, pertrechados de
viandas, snacks, algunas cositas más de ese estilo y un refresco americano de esos
que anuncian mucho en televisión y que, antes, decían que era la chispa de la
vida. Ambos dos llevan gafas de sol, uno de ellos de espejo y engullen algo de
bollería.
Paramos en cuenca, llevamos casi cuatro horas de viaje,
el niño que dormía sobre las piernas de su madre sigue haciéndolo y se ha
metido en el cuerpo todo el trayecto durmiendo, no sé si esta noche podrá
conciliar el sueño.
Estamos llegando a València. Hemos parado en
Utiel-Requena y nos disponemos a pertrecharnos con nuestras chaquetas y jerséis
que nos hemos quitado, todos menos el de los tres cuartos, por el calor que
hace en el vagón y nos disponemos, tranquilamente a coger la maleta y descender
del tren. Servidor aún tiene que tomar un tren de cercanías para llegar a
Burriana, no se si dará para otro más. Lo vemos en breve.
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